Enigma

Los tejados verdes se hacían evanescentes entre las nubes. Miraba hacia las montañas que subían hasta el cielo, pero el mismo cielo se confundía con las montañas. Si las indicaciones de Julia eran correctas, debía de haber un camino que ascendía hasta una cueva. Un camino que comenzaba justo detrás del Templo de la Nube Púrpura.

Crucé el puente, subí las escaleras, atravesé la puerta del equilibrio, admiré las inmortales tortugas de piedra y las esculturas diáfanas de los leones, el tigre y el dragón. Sin embargo, no encontraba una respuesta a mi búsqueda.

-No puede ser. El camino tiene que empezar dentro del templo- afirmé convencido.

Cuando comenzaba a considerar que había cometido algún error de interpretación, un pequeño resquicio en la espesura me hizo alumbrar esperanza. Desde un trasfondo verde, la luz grisácea afloraba súbita, como una flor que se abre, dejando a su paso un olor a néctar y a madera seca. Miré a mí alrededor, hacia el desfiladero, pero allí no había nadie. Tuve la sensación de que cruzar ese pequeño trecho hacia la espesura estaba prohibido por los monjes, aunque, para mí, significaba la oportunidad de descubrir algo nuevo. Así pues, me adentré en la espesura zafándome de arbustos y matorrales. Salí hacia una zona boscosa alfombrada de ortigas. Poco después, desde lo alto de un pequeño páramo, pude ver los tejados verdes del templo que se alejaban nebulosos. Las ortigas dejaron paso a la tierra húmeda. Escuché un tenso crujido. La textura de lo que había debajo de mis pies me sobresaltó. Eran coles, y, más adelante, había rábanos, así como, también, una especie de tubérculo enorme. A la derecha del huerto, una cabaña.

Aporreé la puerta y unas astillas se me clavaron en el canto de la mano derecha. Aunque no había nadie, ni siquiera soplaba el viento, aquella siniestra construcción de madera crujía y hacia ruidos como si se quejara de mi presencia. Tuve que limpiar los cristales de las ventanitas, que tenían roña de meses, para poder ver qué había en el interior. Una cama, un fregadero, todo estaba bien dispuesto para el huésped. Noté una punzada en mi mano derecha. Al levantarla, una gota de sangre se deslizó hacia el suelo terroso mientras la cabaña hacía ruidos inconexos. Me apreté la herida con el dedo pulgar de la otra mano y volví a subir el páramo. Desde allí ya no se divisaba la cabaña, pero escuché a lo lejos las voces irritadas de algunos practicantes de wushu. Una nube con forma de cerebro se posó sobre uno de los tejados verdes del templo. Llevaba conmigo una sensación extraña y lúcida como es la que emana de la soledad y la invisibilidad.

“¡Ah! La cueva… ¿Dónde estará la cueva?”, me dije, como si hubiese recordado, de pronto, la motivación de mi búsqueda.

Desde el pequeño páramo incrustado en la ladera de la montaña, quise adivinar el camino a seguir. Simplemente había que subir, fuese por donde fuese. Dejé a un lado el huerto, la cabaña, y fui abriéndome paso entre las zarzas. Zarzas y más zarzas, pero detrás de ellas sólo había sombras. Un manto frío, incólume y obscuro, cubrió mi cuerpo agitado y convulso; los árboles se hicieron amigos y juntos taparon el horizonte; mis pasos comenzaron a hacerse verticales en una senda que se perdía en la oscuridad. De pronto, sentí que un zumbido se metía en lo más profundo mis oídos. Un sonido hueco, y, luego, la sensación de un látigo que agita balas escondidas en la hierba. Millones de mosquitos aparecieron de la nada y me ejecutaron con el ataque más despiadado que jamás cabría imaginar. Enseguida me di cuenta de que aquello no era normal; ya ni siquiera veía a un metro de distancia, sólo veía puntitos por todas partes y la senda cada vez se hacía más cuesta arriba. Me puse la mano en la boca y cogí aire, volví a cerrarla y me puse a correr montaña arriba pegándome manotazos en el cuello, en la espalda, en las piernas… no dejaron de torturarme hasta que estuve muy lejos; tan lejos que el bosque albergaba nubes en su interior. Comencé a sentir cómo se secaba el sudor que perlaba mi piel; la sensación era de calor asfixiante en una atmósfera brumosa y húmeda incalculable. Conforme caminaba, fantaseaba con la idea de que estaba llegando al cráter de un volcán, y que esas sinuosas nubes en las sombras de los árboles, no eran más que el aliento de la sangre que recorre el centro de la tierra.

Los pies lánguidos y el corazón en marejadilla, caminaba sin pausa con la fuerza de los valientes. Apreté los dientes y respiré nubes, corriendo como un alma a punto de disolverse y fundirse con ellas. De súbito, advertí un silbido extraño cerca del rostro. Algo se descolgó de una rama y se puso delante de mí. Instintivamente, golpeé de refilón aquella cosa blanda y dura a la vez, que, en un segundo, pude notar como si se doblara alrededor de mi antebrazo izquierdo, para en un instante, caer de golpe al suelo. Pero corría demasiado rápido, tan rápido que sólo puedo conjeturar que fuese una serpiente.

Cuando me quise dar cuenta estaba poniendo los pies en un escalón esculpido en piedra. Dejé de correr, serené mi cuerpo, y subí, atento, cada uno de los peldaños. Una música maravillosa sobresalía de fondo y era tan aterradoramente cautivadora que parecía provenir de otra dimensión, como la fábula de un flautista primitivo que nos explica cuál es el secreto de la vida. Fijé la mirada en un aparato del que sobresalía un alambre oxidado. Supuse que era una radio, en el mismo momento que algo estalló dentro de mí. Aquel aparato de color negro estaba cubierto por un sinfín de abejas que se apilaban desconcertadas, la música maravillosa parecía atraerlas como la miel. Aunque, mejor dicho, debían de ser avispones asiáticos gigantes, de aquellos amarillos cabezones que sólo pueden aparecer en las pesadillas. A mis espaldas sentí una presencia. Cuando me giré, supe que había llegado el fin de mi búsqueda.

Detrás de esa presencia extraña se escondía un pequeño monje taoísta que vivía en una cueva, y, que, según me había dicho Julia, tenía más de cien años. Por su aspecto, sin duda, debía de tenerlos, pero su manera de caminar y de moverse trascendía los límites de su arrugado cuerpo. El monje se llevó la mano a la cabeza (dando un golpecito a su sombrerito negro) y sonrió. Acto seguido, exclamó unas palabras y yo hice una genuflexión. Me miró sigiloso y volvió a hablar. Yo le sonreí. Junté mis manos en señal de respeto. Hubo una pausa que pareció utilizar para reflexionar. Volvió a sonreír y comenzamos a comunicarnos a través de gestos invisibles.

El monje centenario me enseñó donde vivía. Entramos a la gélida cueva, de donde salieron dos pájaros volando como aves del paraíso. Unas plumas rojizas se desprendieron de sus cuerpos en el aleteo, y fueron cayendo desde una altura de tres metros, hasta salir fuera de la cueva. Allí donde un haz de luz solar, las hizo brillar por un momento en la caída. Dentro de la cueva había dos celdas con camas, iguales a ésas en las que llevaban a Cleopatra, con sus visillos de grana aterciopelados y los barrotes de madera dorados con relieves de fantasía. Había en el suelo un par de candelabros antiguos, también dorados, que rasgaban con su llama el frío hueco de la cueva. El monje se subió a un pequeño atril y se puso a rebuscar algo en la penumbra. Salimos afuera y de una caja metálica sacó una bolsa de plástico llena de medallas muy finas unidas por hilo rojo. Sacó una y me la colgó al cuello murmurando unas palabras.

“¡Dios, qué música tan sublime!”, me dije, mientras miraba como los avispones gigantes se comían la radio.

El monje se atusó la barba blanca y fue ligero como una pluma hasta la cocina. La cocina en cuestión, estaba a la intemperie y se extendía alrededor de las postrimerías de la cueva, donde normalmente las paredes son abruptas, llenas de fisuras irregulares que dejan espacio para el resguardo de una posible tormenta de verano. El monje sacó unas sartenes y un wok de un armario de hierro gris, accionó una llave y encendió una cerilla. Señaló una bolsa llena de pasta con el mismo gesto de sorpresa que debió de hacer Marco Polo, y yo asentí sonriente, como si no aborreciera lo suficiente los malditos noodles. Pero me sentía tan dichoso, tan anhelante por disfrutar del momento y tan sumamente agradecido, que me quedé en silencio mientras el monje cocinaba para mí al son de una melodía celestial.

Entorné los ojos y respiré nubes; nubes que ahora sí, se confundían con el rumor de una hoguera. La naturaleza me atravesaba con sus olores, los pájaros revoloteaban en las copas de los árboles y la música me llevaba en volandas hacia el paraíso. Escasos minutos después, el monje golpeó con una cucharilla un vaso de té y me sonrió. La comida estaba servida.

Cogí los palillos y los hundí en el cuenco humeante. Masticaba y sonreía de buen agrado a mi ejemplar anfitrión, pero lo cierto es que aquello era incomestible. Aquel mejunje tenía unos trozos de arcilla con pepitas rojas que simulaban granos y, aunque nunca había comido excrementos de animal, creí estar haciéndolo en ese preciso instante. Trataba de disimular las arcadas mientras el monje recogía aparejos varios a mis espaldas. Engullía lo mas rápido posible los noodles que estaban empapados en aquello que fuera y que se deshacía por momentos en el cuenco. Pero sabía que no aguantaría mucho más. De repente, apareció un niño con gafas que portaba unas alforjas. El monje posó su mano en mi hombro y, acto seguido, se aproximó hacia el niño. Le ayudó a bajarse la pértiga de la espalda y deshizo los nudos de las alforjas. Luego, el niño se fue y, al rato, volvió cargando unos baldes metálicos que agarraba de una sola asa con las dos manos. Avanzaba a trompicones por el angosto desfiladero, tenía la camiseta empapada de sudor y las gafas se le empañaban saltándole en el rostro.

-¡Basta ya! Esto no hay quien se lo coma- susurré, escupiendo en el cuenco algo de textura sospechosa que trataba de regurgitar.

El monje pareció oírme y salió de la cueva. Hizo un gesto muy amable, casi imperceptible. Señaló el cuenco, el wok, proponiéndome comer más cantidad. Me sentía muy avergonzado por haber dejado comida, por muy deplorable que ésta fuera. Pensaba en los esfuerzos de aquel niño que se afanaba por llevarle hasta allí alimentos, mientras yo como un despiadado mezquino tiraba un poco de su labor por la borda. A pesar de todo, decliné su propuesta. El monje miró dentro del cuenco y me escrutó con un temple especial en la mirada. Acto seguido, hizo un gesto desaprobativo con la cabeza. Yo hice una genuflexión apesadumbrado. Recogió los platos y volvió a entrar a la cueva.

Me acerqué hasta las alforjas que había traído el niño y que quedaban justo a la entrada de la cueva. Ahora, se habían convertido en un mosaico de colores. En cada trozo de tela reposaban cosas diferentes: mazorcas de maíz, copos de avena, especias molidas y jengibre. Había algunas cosas más que no pude identificar.

Una voz cándida y suave me habló como silbando. Era el niño. Le expliqué que había venido a visitar al monje, pero el niño no parecía entenderme.

-¿Americano?- preguntó el niño.

El muchacho sabía algunas palabras en inglés, y comprendí a través de muecas, que tenía trece años, que vivía en el templo de Nanyan y que era huérfano. Esto último me pareció entender cuando le pregunté acerca de su familia. El chico muy serio movía la cabeza.

-¿No padre? ¿no madre?- insistí.

El chico volvió a negar por segunda vez cuando el monje centenario salió de la cueva. Se atusó la barba blanca, sonriente, y se sentó a nuestro lado, en un taburete de madera. El chico y yo nos miramos en silencio durante unos minutos, y acabamos por sentarnos en un muro de piedra, enfrente del monje. Sólo escuchábamos la música celestial que era lo mismo que sentir el silencio. Entonces tuve una idea. Saqué un papel, lo doblé por la mitad y se lo di al niño.

-Monje escribir.

-¿Qué escribir?

-Palabras. Palabras sobre quién soy- señalé mis ojos y, luego, me puse la mano en el corazón-. Querer saber monje qué ver en mí.

El chico se quedó muy triste. Parecía no entender nada. El monje seguía en silencio mirándonos con una soberana tranquilidad. El chico le preguntó algo al monje y le ofreció la hoja y el bolígrafo que yo le había dado.

-¿Qué palabras? ¿Qué querer saber?

-Quiero saber quién soy- contesté procurando ser lo más preciso y conciso posible.

El chico se dirigió de nuevo al monje, intercambiaron pareceres. El monje comenzó a mirarme con mayor intensidad.

-Monje dice: qué ser tu trabajo.

Me puse a pensar. ¿Cuál era el trabajo que mejor me representaba? Acaso era albañil, ingeniero, banquero, médico o simplemente un viajero. Me había dedicado a tantas cosas… Creía también ser un “pessoa”, pero cómo explicar eso al chico. Además, eso no era un trabajo sino más bien un estado alterado de la conciencia. Meditando mejor la cuestión, me dije, que si estaba allí era por los libros de filosofía oriental que había leído cuando tenía veinte años, y que era un rasgo bastante representativo de mí: el preguntarme por las cosas, la pasión por el conocimiento, la búsqueda de la verdad.

-Decir monje: yo ser filósofo.

El chico negó con la cabeza.

-Filósofo como Kǒngzǐ. (Evité decir Lao tsé que hubiese sido lo más lógico para hacerme entender pero también lo menos apropiado en este caso)- insistí.

El chico sonrió aunque no parecía muy seguro en sus explicaciones al monje. Su tono de voz era especulativo. Sin más preámbulos, la mano del anciano comenzó a escribir y el niño dejó de hablarle. Hizo un gesto afirmativo con la cabeza y le sonreí. El monje se atusó la barba luminosa y entornó los ojos. Se pasó así un buen rato. Escribía una o dos palabras y, enseguida, volvía a mirarme con los ojos de un tigre. Escribía otro par de palabras, entornaba los ojos como dejándose ir, buscando quizás una especie de alquimia interna. Notaba el modo en que sus ojos negros pendulaban hacia abajo, debajo de los párpados. Meditaba y escribía de nuevo una sola palabra. Volvía a mirarme como si fuera una serpiente y escribía dos palabras más. Se atusaba la barba, mientras sus dedos apretaban el bolígrafo al compás de la música, que seguía explorando nuestros corazones. De pronto, el monje se volvió hacia mí y, sin mediar palabra, me tendió la hoja doblada. El niño dijo algo y se levantó a coger el bolígrafo de la mesa. Entonces, hizo una genuflexión al monje y otra a mí. Yo le respondí de igual forma y vi cómo, rápidamente, se alejaba por el desfiladero.

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El monje se fue hacia el interior de la cueva y escuché el sonido del agua derramada. Salió con una regadera de plástico azul y dejó un balde metálico, que no parecía pesar mucho, al lado del mosaico de especias. Volví a mirar la hoja, intentando advertir algo inusual en la caligrafía de aquellos caracteres chinos. En efecto, había tres exclamaciones. Pero nada más, aquello para mi era un jeroglífico indescifrable. Esbocé una sonrisa, y doblé el papel minuciosamente hasta convertirlo en una tirita para mi dedo. Acto seguido, me lo guardé en el bolsillo.

De pronto, la música dejó de sonar. Me levanté un tanto extrañado. No podía creer lo que veían mis ojos. Mil avispones gigantes habían desaparecido por arte de magia. Sentía como si algo esencial se hubiese escapado de mis manos y estuviera ahora muy lejos de allí o quizás ya no se hallara en ninguna parte. Me volví hacia el monje taoísta para despedirme, pero lo vi regando las plantas que crecían al borde del desfiladero. Estaban en todo el camino por el cual se había alejado el niño. Supuse que resultaría absurdo despedirse y que todo había terminado. Cuando descendía por las escaleras de piedra, me di la vuelta para volver a ver al monje por última vez. Estaba agachado acariciando las plantas. Mi corazón desembarcó como un pequeño navío en un mar en calma. Mientras bajaba con el pecho en llamas, insuflado de energía, pensé en esas dos horas de mi vida invertidas en armonía.

Por mi mente se cruzaron funestos pensamientos, en los que aparecieron imágenes inconexas de aquellas dos mismas horas amargas de una gran parte del resto del mundo. Me imaginé a cientos de miles de personas en un atasco, otros esperando a que terminara su turno en un trabajo que no les gusta, en cientos de millones de personas comprando cosas innecesarias, un adolescente jugando a un videojuego, una joven vendiendo su imagen en redes sociales, largas habladurías telefónicas innecesarias para criticar a un amigo… La lista podría ser interminable y podría llegar al colapso neuronal, pero por suerte respiré nubes. Sí, respiré nubes y me palmeé el bolsillo, justo antes de descender la montaña.

***

 

Cuando regresé a la escuela (había entrenamiento de tarde) tenía pensado pedirle al maestro que me tradujera el texto del monje de las montañas, pero en el último momento decidí posponer esto hasta el día en que el destino se encargara de ello. Quizás en un futuro, se resolvería así el enigma. Por otra parte, jamás fui capaz de recordar ni por asomo un ápice de aquella melodía que atraía tanto a los avispones gigantes como a nuestros corazones. Ni siquiera un minuto después de que ésta finalizara.

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2 comentarios sobre “Enigma

  1. Evoqué a Tanizaki y su “Elogio de la sombra” en “luz grisácea afloraba súbita, como una flor que se abre, dejando a su paso un olor a néctar y a madera seca.” Disfruté mucho con la lectura del texto y con la reflexión final que realiza el personaje… “Pero por suerte respiré nubes”… Tan necesarias en estos tiempos en los que la hora punta parece un baile de zombis… Tiempos congestionados por el ruido y por unas obligaciones minúsculas que, a veces, nos impiden ver las que son MAYÚSCULAS. Un placer leerte. Saludos.

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