El zorro

El jueves por la mañana nos disponíamos a salir de Hondarribia, cerca de la frontera con Francia. La noche anterior nos habíamos hospedado en una pensión, cuyo anterior dueño había sido íntimo amigo de figuras emblemáticas de la generación del 27. Quien nos entregó las llaves nos habló de un tal Eduardo, quien había sido el fundador de la Barraca, alguien que siempre había estado en la sombra del grupo de teatro, pero que había sido clave como mecenas. Nos fue contando anécdotas sobre Buñuel, Dalí, Miguel Hernández, García Lorca, etc. quienes habían estado en aquella misma casa en varias ocasiones. Nos enseñó fotografías de Eduardo Ugarte en compañía de grandes celebridades que parecían estar trucadas. También comentó que aquella casa atraía artistas. De hecho, un escritor alemán, que estaba bloqueado con una novela, había recalado allí por casualidad y, después de una primera noche, pasó otra, y otra, y luego otra… Hasta que en poco más de un mes salió de aquella casita blanca con el manuscrito de la novela. Katerina no estaba muy impresionada por todo aquéllo, porque desconocía la mayoría de los datos que daba el amo de llaves. Supuse que también era porque el hombre hacía largas pausas para crear suspense e iba encadenando anécdotas que se alargaban demasiado en el tiempo. Pero, tal vez, se debía a algo más.

Al día siguiente, después de una buena ducha, le entregué las llaves a nuestro anfitrión. Tras desayunar en una cafetería que quedaba en la misma Plaza de Armas, fui hasta el aparcamiento donde había dejado el coche, que estaba en el puerto, justo a un lado del puente. Katerina me esperaba en una marquesina de autobuses, próxima a las murallas de la ciudad, para que así no tuviera que cargar con el equipaje un largo trayecto. Encendí las luces de emergencia como suele ser habitual, y salí del coche para ayudarla y acondicionar su equipaje en el maletero. En las inmediaciones, surgió una letanía de voces infantiles que me hicieron detenerme. Mi mirada se alzó para divisar un grupo de niños apretujados, que agarraban con sus manitas los barrotes de hierro, como si estuvieran pidiendo auxilio. Estaban muy alterados, pero sus voces, a pesar de todo, resultaban cándidas para mis oídos. Era fácil saber lo que estaba pasando.

—¡Señor! ¡Señor! Por favor, ¡Señor! —escuché que gritaban los niños al unísono, desde lo alto de la muralla.

Cerré el maletero, y crucé la carretera hasta alcanzar la otra acera. Allí arriba, los niños seguían reclamando mi atención.

—¡Señor! ¡Ahí, señor! Por favor, señor. ¡Ahí!

Algunos de los niños señalaban con sus deditos índices hacia el suelo que yo pisaba. Un pensamiento se fijó en mi mente: buscar el balón. Sin embargo, el objetivo no aparecía por ningún lado. Por allí cerca no había rastro alguno de una figura esférica. En realidad, no había nada, al menos, que pudieran ver mis ojos.

—Señor, por favor… ¡No, no! ¡Ahí! Ahí, sí. ¡Más cerca! ¡¡Ahí!!

Ellos me iban guiando hacia un minúsculo objeto que no podía encontrar porque mi mente había prefijado un objetivo completamente distinto. Supuse que era la costumbre de que los chicos perdieran siempre un balón o una bola pequeña con la que todos podrían jugar. Desde luego, no era la primera vez que me pasaba en la vida.

—¡¡¡Bieeeen!!! —gritaron los niños alegres al ver que cogía un pequeño cromo.

Llevaba en el brazo derecho mi chaqueta, así pues, me acerqué de nuevo hasta el coche para dejarla.

—¿¡Eh!? Pero, ¿a dónde vaaa? ¡Se lo lleva! ¡¡No!! ¡¡No!!

Las conversaciones se volvieron una amalgama de ruidos inconexos entre los niños, que habían pasado de la euforia a una preocupación extrema y difícil de sostener. Tan sólo tenía un segundo para comprender la mente de aquellos niños. ¿Cómo suponían ellos que iba a poder devolverles el cromo?

Mientras volvía rápidamente a cruzar la carretera, miré a lo alto de la muralla; debía de medir casi cinco metros, lo que no era tampoco mucho; así que se me ocurrió probar una cosa. Según alcancé la muralla me dispuse a escalarla lo más rápido posible. En menos de cinco de segundos, una niña extendía su manita asombrada ante mi presencia. Allí en lo alto, agarrado a los gélidos barrotes, sentí el inmaculado silencio de los niños y sus ojos abiertos como platos. Descendí más rápido todavía, para terminar, dando un salto. Volví a mirar hacia arriba, a lo alto de la muralla. Los niños comenzaron a hacer preguntas, esta vez en Euskera.

—Nola, Nola egin du?

—Nor izango da?

—Badakizu Nor den?

—Baina, Nola?

—Ez dakit.

Me giré en medio de la carretera, saludándolos, y les sonreí. Los niños no me saludaron, estaban todavía estupefactos ante lo que, para ellos, físicamente, era imposible. Aquel sortilegio les tenía encandilados; sus rostros viajaban en expresiones que iban desde la sorpresa hasta la risa alegre.

Me metí en el coche, donde estaba Katerina ensimismada manipulando su cámara de fotos. Miré al retrovisor interior del coche y recordé una de las experiencias más potentes de mi infancia. De hecho, tenía la imagen de la última escena grabada con todo lujo de detalles. Hasta podía recorrer las plantas y viajar por los contornos que rodeaban aquella figura fantástica que guardaba mi corazón desde hacía más de veinticinco años. Cuando era pequeño, había estado en una colonia en Pedernales, uno de los sitios más bellos de Vizcaya. Allí, los monitores se habían confabulado para hacernos creer que había un personaje popularmente conocido como El Zorro, que aparecía y desaparecía de improviso, siempre con su rostro enmascarado. Se nos incitó a que averiguáramos quién era, pero cuando parecía que estabas cerca de dar con su verdadera identidad, entonces, esa persona que habías pensado que era, estaba delante de ti, viendo igual que tú, la súbita y fulgurante aparición del Zorro. Únicamente al final, tras dos semanas de juegos y misterios, cuando el autobús se alejaba de aquel lugar maravilloso, en nuestra triste despedida, y cuando ya nadie pensaba que descubriría quién era El Zorro, pero aún con la pregunta latente, una figura restalló en lo alto de un páramo, a un lado de la carretera. Apuesto a que el chófer del autobús no pisó el acelerador deliberadamente durante aquella curva. Mi monitora preferida alzó el florete sonriente y nos saludó con efusividad, casi como si fuera nuestra propia madre. Todos respiramos tranquilos y maravillados por haber descubierto la verdad.

—Where do we go, now? What do you want to do? Do we cross the border, again? —preguntó Katerina.

—If you want to be before afternoon in San Juan de Gaztelugatxe, its better going back on the highway, and don´t continue to France.

—Perfect!

Entonces, pensé en Katerina. En el experimento que acababa de hacer con los niños. Le había dicho que no me gustaba San Juan de Gaztelugatxe y ella no entendía por qué razón. San Juan es muy bonito, decía. Además, estaba rodando allí el equipo de la serie Game of Thrones. Le dije que no me gustaba la serie, había intentado verla, pero era incapaz de disfrutar de la fantasía. Había perdido el gusto por ella desde muy temprana edad. Me había hecho adulto muy pronto, y me causaba un rechazo muy fuerte todo aquello que no entrara dentro de parametros lógicos. La verosimilitud, que diría Aristóteles.

Katerina decía lo mismo que Ayn Raind, que el romanticismo, el aura de fantasia que envuelve a la ficción, era lo que más le gustaba, porque le alejaba de lo conocido, de lo que ya ella vivía, de la realidad. Había demasiada realidad por todas partes. Mientras yo disfrutaba del realismo, de la vida de los demás, de las cosas que pueden significar algo para otro humano trasladada al arte; del hecho de que algo pueda sobrecogerte, porque sientes que está sucediendo, que es real. El arte era para mí como vivir mil vidas en una. Aunque todo se trataba de fijar los acontecimientos humanos en un plano de verosimilitud y superar el totum revolutum de siglos de mitología. Si un dragón no existe, no puede aparecer en un libro o en una pantalla. Eso te saca de plano. No te atañe como humano, no te hace vivirlo.

—But it doesn´t matter. We can do whatever you want, remember that you are “The Queen” — le dije en tono de broma.

«La oleada de relativismo posmoderna, la permanente evasión hedonista, la falta de sentido existencial, el entretenimiento como tabula rasa… Las nuevas generaciones serán niños eternos», pensé. Mientras, Katerina me sonreía con su bellísimo rostro.

—Hum! Im not sure if I like when you call me “The Queen” —sonrió sin mirarme directamente a los ojos.

—I told you before… It´s because when I look you… I see your face like a one of those ancient Greek masks that define beauty.

La sonrisa chipriota de Katerina me reconfortó. Era tan bella que uno se preguntaba si eso le había hecho, precisamente, no ahondar demasiado en cosas espirituales o profundas. Pero, igualmente, podría estar equivocado. Arranqué el coche y cogimos rumbo hacia San Juan de Gaztelugatxe. No sin antes, hacer una parada cerca, muy cerca de Pedernales. Sin que ella lo supiera y yo mismo tampoco, aquel movimiento fue totalmente inconsciente. De hecho, es ahora, al “caer” sobre lo sucedido, viajando a través de ella y de mí con el flujo que se desarrolla en la mente, mediante palabras e imágenes, que he advertido que nuestro viaje por el País Vasco fue para mí un reencuentro con los maravillosos años de la infancia.

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4 comentarios sobre “El zorro

  1. Me han encantado los giros y recursos, las imágenes de la infancia que recreas, los diálogos y esa escenificación purista de otros tiempos rememorada en un presente cambiante. Es lo que interpreto. Descripciones preciosas e inteligentes reflexiones. Cada uno tiene su estilo pero el tuyo es peculiar. Parece que vives uns peli cuando lees, Es tan rico el vocabulario y los conceptos tan profundos…Un abrazo

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