La isla

«What is the meaning of life? That was all- a simple question; one that tended to close in on one with years, the great revelation had never come. The great revelation perhaps never did come. Instead, there were little daily miracles, illuminations, matches struck unexpectedly in the dark; here was one.»

“To the Lighthouse” -Virginia Woolf.

Mi llegada a la isla de Inish Mor fue muy diferente a la vaguedad con la que se esbozaban mis elucubraciones. No sé si por error de manual, de mi manual como ser caricaturescamente romántico, me imaginaba que el abril tempestuoso agitaría los mares atlánticos, haciendo que una especie de barco, de género común, tuviera sus dificultades en arribar a aquella isla. Sin embargo, como digo, fue del todo inesperado encontrarse con la contraposición de efectos de luz; hablo del sol, de un sol absolutamente diáfano, que alcanzaba los enormes ventanales del ferry y refractaba en diversos ángulos, fotografiando el denso ambiente cargado de turistas, así como, abrasaba el dorso de mis manos vacías. Y es que acababa de cerrar el libro de Synge, un escueto y sucinto diario de viaje, repleto de anécdotas y leyendas centenarias sobre los hombres de Aran, que me acompañaría en ese devenir. Así lo tenía planteado, acabaría el libro el último día, antes de dejar definitivamente tierras irlandesas.

La primera impresión que tuve al deambular por Inish Mor fue, sin duda, la de que había elegido un sitio magnífico para pasar aquellos tres días, sobre todo, debido a su gran belleza. Me refiero al entorno de la casa de huéspedes en el que iba a quedarme, a su respectivo “emplazamiento”, ese concepto del que suelo hablar a mis confidentes. El “emplazamiento” de un lugar es fundamental: la concreción o determinación de su estado, su posición en el espacio, su geometría más allá de la apariencia, porque lo que envuelve y le da sentido a un lugar es su dimensión cartográfica. No sólo le otorga la belleza, sino también el carácter a quien lo habita, el cual está inextricablemente unido a ella. Aquel lugar era perfecto si uno contextualizaba donde se encontraba: podía gracias a esa minúscula parte que se desplegaba ante mis ojos, inducir cómo era el “todo” de la isla, y eso era conocer de un solo golpe, como el embrujo de un momento presente, unívoco y peculiar, que se instaura en la memoria y parece evadirse, para irse muy lejos, aunque no me dejaría jamás.

La mujer que regentaba el Ard Mhuiris, se llamaba Cait -Catherine en gaélico- y parecía muy afable, aunque al mismo tiempo, un tanto melancólica. ¿Cómo se pude parecer alegre y melancólica, al mismo tiempo?… parecía más una forma genuina de ser de aquel lugar; pronto leería capítulos del libro de Synge, que arrojarían luz a esta natural contradicción que manifestaban las maneras de dichas gentes. Vivir alejado de todo, en un lugar que formaba parte de un lienzo -me viene el estilo de Alfred Sisley, a la cabeza- y, simultáneamente, en esa recóndita armonía, agonizando en el deseo de proyectarse hacia un mundo diverso, sobreexcitado de juegos, de posibilidades, de gozos, direcciones, sensaciones… Es improbable no sentirse demasiado atado, incluso en el paraíso, qué puede hacer ese caballo blanco alado que debe arrastrar para siempre un carro, uno debe sentirse como en una especie de prueba, como Sísifo, por el simple hecho de tener imaginación. Pero, no quiero decir con esto que vivir en Inish Mor sea una especie de sacrificio, esto suena tremendista, lo que intento decir es que a uno le atrapa un sentimiento de soledad, de desesperanza, de monotonía, de falta de diversidad, que, si para un determinado tiempo resulta maravilloso e incluso instructivo, no tanto, si se piensa en quedarse allí para siempre.

Pero, hablaba de Cait, aquella mujer rondaba los setenta años; llevaba su pelo canoso y pajizo recogido en un moño, tenía los dientes pequeños y muchos de ellos ennegrecidos de un azul intenso mineral, se diría que estaban poco firmes. Hablaba demasiado rápido para mi gusto, aunque no resultaba impertinente. Me enseñó la habitación, y abrió la ventana de par en par. Una sonrisa. Las vistas se expandían más allá del arte.

-¿Está todo a su gusto? Espero que sí. Por cierto, puede servirse café en el vestíbulo. Y no dude en tomar todo el que quiera, o llamarme para lo que sea. Mi marido y yo vivimos justo al lado, sólo tendrá que tocar la puerta- señaló con el dedo hacia la pared izquierda-, la puerta que da a la cocina, y si no estamos, en tal caso… llame usted al timbre de la entrada.

-Muchas gracias. No creo que haga falta- contesté todavía embelesado por la línea azul del mar que se divisaba desde la ventana.

-Mejor- sonrió y se llevó la mano izquierda al pecho, suspirando aliviada, con cierta ironía-. Por cierto, ¿se va usted mañana?

-No, me voy el miércoles. Cogeré el ferry de las cinco de la tarde. Tengo entendido que es el último.

-Sí, viene usted en buena época, mire que sol… ha tenido suerte- dijo oteando con los ojos vidriosos la espectacular línea del horizonte.

La brisa sostenía una misma dirección, ¿peso o levedad? “¿No eran al fin y al cabo la misma cosa?”, me pregunté. Si tenía la sensación de levedad era por una falta de atracción de la masa, algo particularmente suave y trémulo que solía darse en esos días secos y soleados, como una inspiración que alienta al poeta a deshacerse en versos libres, cuya musicalidad no se logra sino a través del hipérbaton, los paralelismos y las repeticiones. Las olas que azotaban la isla, desde allí hasta aquí, las olas de Virginia Woolf y su vaivén, traían dichas repeticiones, que son el recurso más sencillo que tienen tanto la naturaleza como el poeta para hacer música.

-La hora del desayuno es de nueve a once, así que no se preocupe por madrugar- sonrió Cait- y para comer o cenar, tiene varias opciones… le recomiendo que no se pierda el ambiente de “John Waitt”.

-No se preocupe. He venido a estar solo.

-¡Oh! Claro, lo sé. Es lo mejor- sentenció risueña como si mi aseveración fuera de lo más normal-. Sin embargo, tendrá tiempo para todo. Déjeme que le dé un pequeño librito que le puede servir, déjeme, ahora mismo vengo…

La habitación era realmente hermosa. En su ausencia, aproveché para deshacer la maleta, después de haber echado un vistazo al baño. Enseguida, volvió Cait con una especie de folletín azul, y su sonrisa melancólica. Lo dejó encima de la mesilla de noche, tras un momento de suspense, cuya risilla nerviosa fue destacadamente lo mejor que había escuchado hasta el momento. Como si se acordara de la rotunda manera de expresarme en favor de mi propia soledad, sus pasitos se volvieron hacia la puerta, amplios y zancudos, cual silueta que pretende no ser más que eso, algo que se desvanece con un simple destello de luz.

*  *  *

Nada me podría retener por más tiempo, tenía que ir al encuentro de la isla, de nuevas sensaciones, de sensualidad paisajística, del acto inconsciente que se produce a través de la contemplación amorosa. De un momento a otro, caminaba por sendas pedregosas, solitarias, afluentes y laberínticas, siguiendo a mis propios pies, o a mi instinto, que es otra forma de decirlo. El tiempo se distorsionaba en ese espacio ancestral, de la infinidad de piedras rebosaba una potencia megalítica, algo así como una inteligencia, allí afuera, en el ambiente, había algo, un hechizo producto de la misma piedra. Sin embargo, la impresión de una diferencia, en contraste con experiencias pasadas, podría simular o más bien crear dicho hechizo. La piedra es inerte, o eso dicen, decir que está animada, o en su conjunto produce una especie de inteligencia en potencia, resulta de una afirmación primitiva en estos tiempos caduca, aunque, en la literatura, uno trata de expresar fielmente lo que siente, tratando de ser ecuánime con los razonamientos. Por lo tanto, esta descripción, es más producto de una sinceridad con la expresión de “lo que se siente”, una exposición ejecutada a través de la sublimación de las palabras, que podrían no tener mucho sentido si se incorporan a un estudio sistemático del lenguaje. Pero, seamos poetas, para entendernos.

Como iba diciendo, Inish Mor, era un monumento de piedra, toda ella, cuando se dejaba Kilronan, el núcleo de población de la isla. Algunas casas podían verse a lo lejos, sin embargo, en ese laberinto enmarañado de sendas en el que me encontraba, se advertían diminutas y desperdigadas, cuando por alguna circunstancia, el terreno se elevaba en un pequeño desnivel o repecho. Uno de tantos desniveles fue más pronunciado que los demás, y dada tanto la orografía que parecía confabularse hacia un término, como el largo recorrido dejado atrás, supuse que estaba a unos pasos de encaramarme a una especie de atalaya, desde la que podría divisar un nuevo horizonte hasta entonces escondido. Así fue como pude comprobar que me encontraba en una especie de pliegue rocoso en el que parecía hundirse la tierra, para, seguidamente, elevarse de una manera absolutamente sorprendente hacia el Este. La tierra remontaba dibujándose como una punta de lanza enorme, y en su lado izquierdo, se distinguía una protuberancia extraña, algo fuera de sitio, que no le pertenecía. Se trataba del fuerte Auns Aghoansa. Un montante de piedras a cada lado, hacían de la senda una vía más ejemplar; ahora, descendería hacia un nuevo pliegue menos vistoso que el anterior, en el que la estructura de la isla aparentaba mayor solidez. El cielo estaba azul, como el mar, sus correspondientes líneas no se distinguían fácilmente, sólo Rothko podría opinar de forma diferente. Los rayos del sol me habían definitivamente ganado el pulso, mi frente caliente, el cuello ardiendo; sabía que todavía me quedaba mucho camino, y que el asunto no tenía buena pinta. En cualquier caso, lo mejor era darse cuenta de la fuerza que rebosaba aquel hermoso día. La naturaleza aullaba como una loba que ha perdido a sus crías, herida en lo más hondo, pero dispuesta a luchar y a mostrar sus facultades. Mi máxima preocupación era no tener preocupaciones, dejarme llevar por las sendas, aunque eso implicara perderse o andar el triple, aquello cumplía otra máxima: “calidad siempre por encima de cantidad”. Y digo siempre, porque es la pretensión de abarcarlo todo con prisa, lo que da al traste con la calidad.

*  *  *

El fuerte prehistórico Duns Aoghnsa consta de tres montantes de piedra húmeda, su enclave es el mismo precipicio. El viento sopla y mueve unos pocos turistas hasta la zona; son como minúsculos monigotes, algunos se tumban boca abajo como indica la tradición, y se asoman al abismo del acantilado. La cabeza de una chica sobresalía, como suspendida en el aire, con la meta, se supone, de sentir el vértigo que otorga la perspectiva, poco propicia para el ser humano. Quizás un águila piense lo mismo al respecto. Mi asiento es una roca que también se encuentra en el límite de la gravedad, mis ojos observan las olas rompiendo allá abajo; un fotograma de la película de Flaherty imbricada en mi memoria sale al encuentro de la realidad, en ese preciso momento, como quien desea fosilizarse en la piedra. En efecto, esa imagen ya la había visto antes, mucho tiempo atrás, en blanco y negro, en la fantasía de esos viajes que te eligen a ti, son los que sueñas algún día realizar. Cómo olvidar que fue la vieja película de Flaherty, la que me había traído hasta allí.

Las voces diletantes de unas chicas llegaron a ubicarme en el presente incómodo de lo superfluo. Su acento era italiano y se dirigían hasta el acantilado con cierta premura, como si fueran a perder la vez en el supermercado. Aliviado por saber que no venía nadie más, y podría disfrutar un poco más de cierta soledad conmigo mismo, se desató en mi mente una nueva concatenación de salvedades, pura evasión… estaba contemplando. Una nueva conexión con lo superfluo, que también ocurría en el presente, era la puerta de salida del mundo interior. En aquel instante, comenzaban los tanteos, el rastreo de las nociones de tiempo, lugar, modo (cuánto tiempo ha pasado o qué hora será, donde me hallo exactamente y a dónde me dirijo a partir de ahora, cómo llegaré a la casa de Cait). La “ubicación” no dura más allá de unos tiernos segundos, pero te desplaza lo suficiente de la sensación vívida, de la presencia del espacio o su energía invadiéndote, es como echar al mar la llave que abre la puerta del mundo interior. Sí, es eso lo que se siente. Como desgajado del momento, es una efímera pérdida de ti mismo, que entronca con el ser y deja difuso al bloque estanco y central que quiere imponerse siempre. El ser siente hasta donde alcanza, el yo es el que ordena el acto del pensar. Y lo peor es pensar en cosas que se deshacen de lo fundamental, que persiguen una anticipación, una respuesta a su causa. El futuro modelado por pensamientos fatuos, propios de una máquina que sólo sirven para dejar de ser “ahora”. Pero sin esta diferencia, qué sería del futuro. No existiría. Entender el devenir es tanto como entender el concepto de “emplazamiento”, es decir, sin espacio no hay tiempo. Es la evasión del yo, la contemplación y entrega total al espacio, como se entra en el momento presente, en el que no tiene cabida cualquier maquinación. Lo que atenta contra el espíritu, es la evolución de la conciencia, una evolución en ciclos que no deja de hacer temblar los cimientos del ser.

                                                                             *  *  *

De regreso, una playa de arena limpia y suave, con el firme esmerilado por aguas turquesas, engrandecía las postrimerías del fuerte prehistórico, como si fuese necesario que allí estuviera. Más aun, no se podría imaginar que allí no hubiera nada, tenía que existir dicha playa solitaria; la naturaleza creando formas desde la sabiduría más íntima, no tanto desde una libertad, como de una autonomía configurada en ciertos preceptos o patrones: Una bahía, las formaciones kársticas, un cabo, la playa… todas las formas preexistentes de algún modo, en un conjunto común, y expresadas en un espacio, también común, llamado isla.

Apenas me encontré con gente, cuando el sol comenzaba a latir su calor y no a expandirse, ya debía haber partido el último ferry hacia Galway o Doolin, y con él todos los turistas que pasaban unas horas allí modificando el tempo de la isla con sus prisas. Fue a partir de ese intervalo de tiempo en el que sobreviene la oscuridad de la noche, cuando experimenté realmente algunas de esas cosas extrañas que sólo pueden ser descritas en escasa medida y que quedan solidificadas a nivel sensitivo. En el crepúsculo, cuando surgen las sombras de las casas, de los pocos árboles, y de los animales que por allí rondaban… un caballo blanco pastaba en una parcela idílica, cercada con piedras, como era habitual. Una edificación un tanto singular, sin su tejado, que me pareció el vestigio pagano de una iglesia celta, flotaba entre sombras, mientras sus paredes se volvían de fuego. Mis pies iban y venían, durante otro intervalo en que sonaba una campanilla que debía estar en alguna parte. La isla parecía cobrar un embrujo al quedarse en calma, el candor de las aguas se escuchaba no muy lejos, y el tintineo de esa campanilla persistía en su hipnosis. Un sendero empalmaba, finalmente, con la carretera asfaltada, cuando las casitas me saludaron en mi vuelta al centro de Kilronan. Un descenso en el que perdí la noción de aquel tintineo, me dejó exactamente en el puerto. Desde allí se veía el faro, mientras el cielo despejado traía efluvios cristalinos de brisa blanca. Me fijé en el ligero movimiento, aunque constante, de los palos de un par de barcazas; sinuoso era también el aroma de las aguas, que, no obstante, no tenían la densidad y bravura del Cantábrico.

                                                                             *  *  *

Las últimas horas del día fueron para cenar algo, beber una Guinness, y retomar el libro de Synge. Ya en la noche oscura, recostado en la cama, me di cuenta de que me abrasaba la piel de los brazos, el cuello y la cara. Comenzaba a estar cansado, el camino había sido largo, calculé que había deambulado alrededor de veinte kilómetros por el laberinto de sendas pedregosas. Sin embargo, al mismo tiempo, esa fatiga mezclada con el efecto de haberme quemado, hacía cosquillas en mi cerebro, era como tener una especie de sueño-vigilia hermoso, algo que te adormece pero que no te inocula su veneno del todo. Las sábanas estaban tersas y suaves, y mi cuerpo desnudo percibía un frescor especial que no era del todo suficiente. Así pues, me levanté para abrir la ventana. Súbito, sentí que toda mi piel se electrificaba, en un estremecimiento inusual.

Luego, volví a la cama y miré a la pantalla negra del televisor, la luz de la lámpara se reflejaba en ella. Parpadeé dos veces o quizás tres, me escocían los ojos, hacía falta algo más que lágrimas artificiales para aliviarlos. El destello de la lámpara captó mi atención de nuevo, y rememoré aquellos minutos de noticias que acababa de ver; en realidad, se trataba de una especie de reportaje sobre un asesino que había sido puesto en libertad aquel mismo día, después de cumplir veinte años de condena. Había matado a una mujer, y su hermana, que ya era una anciana, salía llorando enseñando a la cámara unos documentos. No presté más atención, ni siquiera me acuerdo de su nombre, estaba demasiado cansado, o deseoso de sumergirme en las historias que contaba Synge. Así que, cogí el libro, mientras el silencio de la isla entraba como un fantasma en la habitación. Un último pensamiento me llenó de gozo, fue la consecuencia de comprender que estaba cumpliendo un sueño. Estaba allí, en las islas de Aran. Las palabras comenzaron a llenarme de imágenes espectrales, y en ese metaviaje, en ese estado de sueño-vigilia leí lo siguiente:

<< La mañana no tenía nada de la belleza sobrenatural que envuelve la isla tan a menudo en tiempo lluvioso, así que nos deleitamos con el vago disfrute de la luz del sol, mirando hacia abajo, para contemplar la salvaje exuberancia de la vegetación submarina, que contrasta de manera extraña con la aridez de arriba. Algunos de los sueños que he tenido en esta choza parecen haber reforzado la opinión de que existe una memoria psíquica asociada con ciertos vecindarios o comunidades. Anoche, al despertarme de un sueño entre edificios iluminados por una luz extrañamente intensa, oí un leve ritmo de música que empezaba en la lejanía producido por un instrumento de cuerda. Se fue acercando a mí, acrecentado gradualmente su rapidez y volumen, con una progresión definida e irresistible. Cuando estaba ya muy cerca, el sonido empezó a moverse en mis nervios y en mi sangre y a incitarme apremiantemente a que bailara a su compás. Yo sabía que, si cedía, se me arrastraría a un momento de terrible agonía, así que luché para permanecer tranquilo, sujetándome las rodillas con las manos. La música seguía aumentando sin interrupción su volumen, y el sonido era como el de las cuerdas de un arpa, afinado hasta hacer sonar una escala olvidada y con una resonancia tan inquisitiva como la de las cuerdas de un violonchelo. Entonces, la irresistible exaltación se adueñó de mi voluntad y mis brazos y piernas se movieron, muy a mi pesar. Un segundo después, un torbellino de notas me arrastró. Mi aliento y mis pensamientos, y todos los impulsos de mi cuerpo se convirtieron en una forma de danza, hasta que no pude distinguir los instrumentos y el ritmo, y mi propia persona o conciencia. Durante un rato me pareció una excitación que estaba llena de gozo, después se convirtió en éxtasis, momento en que toda la existencia se perdía en un vórtice de movimiento. No me podía imaginar que hubiera podido existir jamás una vida más allá del remolino de la danza. Entonces, abruptamente, el éxtasis se convirtió en agonía y rabia. Luché por liberarme, pero esa lucha parecía solamente acrecentar la pasión de los pasos a cuyo ritmo me movía. Cuando di un grito no logré hacer otra cosa que servir de eco a las notas del ritmo. Al fin, en un momento de incontrolable frenesí, recuperé la conciencia y me desperté. Me arrastré, temblando, a la ventana de la choza y miré hacia afuera. La luna rielaba a través de la bahía y no se oía un solo sonido en toda la isla >>

-John M. Synge-

Ipso facto, cerré el libro y apagué la luz de la lámpara. Pensé en que la ventana estaba abierta, y que lo que más deseaba era tener un sueño como el de Synge. Así que me levanté a cerrarla y volví a acostarme. Seguramente, aquí residió el fallo, aquel movimiento; una vez más me había anticipado, deseaba entroncar con ese sustrato único, el de esa mente psíquica de la isla. Todavía me asombro al leer el pequeño relato de Synge, escrito cien años antes, y sin duda, en aquel momento pensé que no había llegado hasta ese pasaje por casualidad. ¿Qué ilusión estaba a punto de producirse en la “fábrica de sueños”? Yo también quería una tempestad que hiciera temblar la isla, que hiciera hundir su pliegue y levantara la casa de Cait muchos metros por encima del mar. Cuando estaba a punto de dormirme, pensé en ese sonido, en el ritmo producido por un instrumento de cuerda, pensé en un laúd no sé por qué, y lo comparé con aquel tintineo de campanilla, que estaba seguro haber escuchado. Rastreé mentalmente, esbozando una sonrisa de satisfacción, la mayoría de los pisos superiores de todas las casas que había archivado mi memoria durante el día, y eso fue lo último.

                                                                            *  *  *

A la mañana siguiente, desayuné con el apetito voraz de un tigre de bengala, y volví a la habitación a descansar un rato. A pesar de que las cortinas estaban echadas, el sol buscaba la manera de hacerse notar. En la ligera penumbra, me miré en un espejo vertical que había enfrente del escritorio y fui repasando el aspecto rosado de mi piel, afectada por un dolor fino y punzante. Mis ojos estaban levemente brillantes y mi nariz parecía acartonada en su término. Giré el cuello y observé una protuberancia en el lado izquierdo, palpé su contenido, como si pensara que se tratara de un líquido alojado en una bolsita, de modo que, si lo apretaba mucho, se rompería y asunto solucionado. Pero, aquella protuberancia se movía, y no dolía en absoluto; hacía una semana aproximadamente que la había descubierto. Pensé que lo mejor era no pensar en ello. Así que, corrí las cortinas y el sol entró a raudales, de una manera atronadora, como si quisiera cegarme. Luego, al ver el libro de Synge en el suelo, me acordé de la noche anterior y del deseo de lo onírico que no se había materializado. Hacía ya tiempo que había llegado a una conclusión al respecto. Quizá la “fábrica de sueños” se detenga debido a que la consciencia está siendo excitada con impresiones novedosas que todavía tienen que deglutirse, de modo que, no pueden manifestarse con propiedad onírica. Quizá se quedaban en algún lugar alojado en la mente, dispuestas a salir de otra manera, en un momento inesperado o de inspiración, creando nuevas imágenes y alimentando el espíritu. Así había pasado siempre que viajaba allá donde siempre había querido ir, solo y sin apenas lenguaje de por medio, nunca o casi nunca había tenido sueños como los que habitualmente tenía, que eran ciertamente de una intensidad sublime, y que me hacían perderme entre vericuetos de una fantasía de apariencia real.

El sol iluminaba la cama de matrimonio, no toda ella, sino solamente donde había estado dormido, dada la posición en la que se encontraba. El lado oscuro, era todo ese espacio vacío en el que parecía faltar alguien más. Tuve que colocar una almohada como para sentir que allí había ese “alguien”, durmiendo a mi lado, y es probable que, dicho así, y visto ahora, sea una de las cosas más tristes que haya hecho jamás. ¿Por qué lo hice? A pesar de que era algo inusual en mí, parecía estar bastante claro incluso en aquel mismo momento. Me senté en el escritorio y con una sonrisa contradictoria, entre burlona y melancólica, cual irlandés, miré hacia esa almohada que simulaba como en las películas carcelarias, una persona. ¡Qué curioso me parecía! Me giré hacia el espejo y volví a mirarme más de cerca si cabe y a reírme, ahora sin rodeos, de mí mismo. “¡Qué astuto!”, me dije. Y, acto seguido, un embeleso me atrapó, recuerdos maravillosos del pasado no muy lejano venían hasta mí. Qué difícil se hacía aceptar que aquel viaje tenía visos de ser otra cosa. En mi manera de vivir desordenada, caótica, cual infante que no sabe que debe marcarse objetivos si quiere prosperar en la vida de adulto a base de cemento y ladrillos, proyectaba una película digna de ser vivida. Y en ella, aparecía Teresa dispuesta a vivir una nueva etapa a mi lado, en el que el perdón y un renovado entusiasmo nos llevarían a echar a volar de nuevo en nuestra burbuja ajena al mundo. Esa película de aventuras se tornaba en un drama romántico, en el que yo me daba cuenta de que no había sido justo con ella, y en el que la isla se convertía en un encuentro para algo más. Sí, había pensado en pedirle matrimonio, incluso en el caos quería crear un vínculo; mi duda estribaba en cuál sería la respuesta de Teresa pasado el tiempo, y eso era lo más interesante del asunto. No podría encontrar a nadie mejor que ella; tenía que dejar de pensar en la musa perfecta, como la flor silvestre que crece entre las piedras. Entonces, reflexioné sobre el futuro que nunca sucederá ya: En ese viaje a Sussex en tren, hasta la casa de Virginia, en ese riachuelo donde decidió que era mejor no seguir viviendo. Allí era donde imaginaba que nos daríamos aliento el uno al otro, y nos dejaríamos llevar por la corriente, donde nacería un nuevo sentido en nuestra relación: el compromiso.

Pero, no quería ponerme melancólico, sólo admiré el hecho de revivir fantasías tan bellas. Y me di cuenta de que todo era producto del hechizo de la isla, que hacía desplegar con sus “itinerarios míticos”, los amores guardados en la conciencia.

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5 comentarios sobre “La isla

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